Volver a Narrativa

Con Los Pies Abollados

Carolina Moledo Arzua

Aquella noche la luna se asomó a la ventana para vernos.

Las dos tumbadas, arropadas por susurros y risas difíciles de contener.


No podíamos hacer ruido.

No nos dejaban.


En realidad, nadie sabía que Candela estaba escondida entre mis sábanas aquella noche. Corríamos el riesgo de que a alguien se le ocurriese abrir la puerta y nos viese, desnudas, acurrucadas. Entonces solo nos quedaría escondernos: nosotras bajo la colcha, la luna entre las nubes.


Quise gritar, hacer ruido, romper con todo y acabar de una vez con esa farsa en la que nos habíamos metido. Porque Candela no conocía mi casa, no conocía a mi familia, no tenía ni idea de dónde se estaba metiendo, y por eso no entendió por qué la empujé después del primer beso que me dio.


Noto mis mejillas colorearse cada vez que recuerdo ese momento, meses antes, mientras paseábamos. Recuerdo cogerle la mano con vergüenza y, pocos segundos después, sentirla demasiado cerca.


—¿Qué haces? —casi grité.


Frunció el ceño, contrariada.


—¿Qué te pasa? Hasta ahora parecías muy…


—¡No parecía nada! —la corté antes de que siguiera hablando. No quería escucharla.


—Vale, lo siento. No quería incomodarte.


Recuerdo cada centímetro de su cara en ese momento.


—Si no quieres incomodarme, no hagas… ¡esto!


—¿Esto? —sonrió ligeramente, como si estuviera bromeando—. Solo ha sido un beso.


—No ha sido un beso.


—Entonces, ¿puedes explicarme qué ha sido?


Dio un paso adelante, quedando tan cerca de mí que mi cuerpo quiso retroceder por instinto. Estaba casi tan cerca como antes. Tanto que podía notar su perfume y su respiración tranquila, a diferencia de la mía, que había perdido el ritmo por completo.


Me miraba seria, dura, como si entendiese perfectamente el griterío que había en mi cabeza en ese momento. El que había provocado ella con ese simple… beso.


—No puedes hacer eso, Candela.


—¿Por qué?


—Porque yo no quiero.


—Mientes.


Sus brazos se cruzaron y yo noté cómo el aire escapaba de mi pecho.


—Esto no puede volver a pasar.


Ella esperó callada, pretendiendo que yo le diese un discurso de por qué dos mujeres no debían besarse y entonces demostrarme que no, callarme con un beso y ser felices para siempre. Pero eso no pasó.


Ni siquiera me despedí.

Salí corriendo.


Tardé apenas un par de semanas en golpear su puerta. No había hablado de aquello con nadie. Necesitaba hacerlo, necesitaba desahogarme, y ella era la única persona con la que podía hacerlo.


La puerta se abrió y ella apareció detrás.


—¿Qué quieres, Sarái?


—Lo siento.


Suspiró y se giró hacia su casa para comprobar que no había nadie cerca antes de salir y cerrar la puerta. No pude evitar que brotase de mí una sonrisa inmensa.


En mi cama recordábamos ese momento entre risas, caricias y suspiros, como si todo hubiese quedado en el pasado. Mi familia solo vivía un día más sin saber que había una desconocida en la habitación de la pequeña de la casa. La suya pensaba que estaba pasando la noche en casa de una amiga.


Las dos nos mirábamos, todavía con el fantasma del miedo que yo había sentido el día del beso. Las dos convivíamos con él. Las dos vivíamos rodeadas de mentiras que cada vez se hacían más grandes y con escondites cada vez más fáciles de encontrar.


—No quiero vivir así —solté casi sin pensar.


Candela me miró, como si entendiese cada una de mis palabras sin tener que pararse a analizarlas.


—¿Y qué quieres hacer?


—Correr. Saldría corriendo ahora mismo si pudiese.


Sus labios curvándose, desafiándome.

Los míos aceptando.


Me levanté de la cama al vuelo, poniéndome la cantidad justa de ropa para salir a la calle, sin siquiera coger una chaqueta antes de salir corriendo. No me hizo falta girarme para comprobar si me seguía; sabía que lo estaba haciendo.


Bajamos los escalones a pares, alarmando a mi madre, que no supo reaccionar al vernos huir. Que gritó:


—¿A dónde crees que vas a estas horas?


En singular, porque todavía no había visto a Candela corriendo detrás de mí.


Atravesamos el jardín descalzas, clavándonos las piedrecillas del suelo, notando el césped acariciar nuestros pies. Después el asfalto de la carretera, que tardé unos minutos en dejar de sentir, como si hubiera perdido la sensibilidad en los pies.


Todo cambió cuando, por primera vez, pude mirarla y respirar calmada a mi lado. Bajando el ritmo, me tomé un segundo para humedecer sus labios, que me llamaban a gritos.


Sin importar dónde estuviésemos.

Sin importar quién nos viese.


Porque de noche, en el cielo, solo se pueden ver las estrellas y la luna. Nadie nunca piensa qué estarán haciendo ni a qué le tendrán miedo.


Desde mi casa no se veían las estrellas. No llegaba allí su luz. Por eso tuvimos que huir. Para poder verlas. Para poder vernos. Para encontrarnos.


Y entonces, con los pies abollados por el asfalto, vimos un cartel que nos indicaba que habíamos salido de la ciudad. Estábamos en la frontera, a tiempo de volver atrás, pero no dudamos.


Los pasos eran cada vez más duros, los minutos más largos, pero no paramos. No hasta que la luna nos hizo una señal, escondiéndose en el horizonte, despidiéndose.


Dio paso al sol y nuestros pies frenaron poco a poco, haciendo que nos mirásemos con la misma pregunta en mente:


¿Dónde estamos?


Fue difícil. Ni siquiera sé cómo lo conseguimos, pero habíamos salido de ahí. Podíamos ser nosotras. Podíamos ver las estrellas sin miedo de ningún nubarrón que las tapara.


Y a Candela, aunque ya no lo haga, aunque ya no te vea, las plantas de mis pies quedarán para siempre abolladas de tanto correr y tan poquito volar.


Porque esa noche la luna fue testigo de que nadie nos iba a separar.

🥉

Con Los Pies Abollados

Carolina Moledo Arzua
CategoríaNarrativa
Edición2025