Volver a Narrativa

El Patio Donde Siempre Llueve

Nahiara Gutierrez Melo

El patio no aparecía en ningún mapa ni respondía a direcciones precisas.

Era un lugar que no se buscaba: se dejaba encontrar.


Sus paredes, altas y encaladas, parecían ajenas al paso del tiempo, como si hubieran sido construidas para no pertenecer a ninguna época. La humedad se aferraba a ellas como una segunda piel, alimentando musgos viejos y helechos obstinados que crecían en las grietas. El aire olía a piedra mojada, a tierra recién removida y a ese aroma leve que deja la brisa marina cuando se cuela tierra adentro.


Allí, la lluvia no caía del cielo: nacía del suelo, de las canaletas oxidadas, de las hojas que goteaban incluso en los días más claros. Se filtraba por las tejas viejas, corría por los muros y caía en hilos delgados que parecían eternos. El agua se quedaba en el aire, suspendida como un secreto que nadie había terminado de contar.


No recuerdo el momento exacto en que empecé a visitarlo. Quizá fue después de aquella tarde en que entendí que hay ausencias que no se alivian con el paso del tiempo. O tal vez el patio siempre estuvo ahí, esperándome, como esperan las cosas que saben que un día serás capaz de verlas.


En una de sus esquinas crecía un cactus grande y torpe, cargado de tunos que, cada cierto tiempo, caían pesados al suelo. Nadie los recogía. Algunos se quedaban enteros, otros se abrían al golpear contra las piedras y su pulpa roja se ofrecía a las hormigas.


Me acerqué una mañana y recogí uno. Al sostenerlo, me llegó un recuerdo nítido: las manos de mi abuelo, firmes y pacientes, pelando tunos en las mañanas lentas de verano.


El ritual era siempre el mismo: con un cuchillo pequeño y afilado, cortaba los extremos, hacía un tajo limpio en la piel espinosa y, con un gesto seguro, desprendía toda la cáscara como si desabrochara un abrigo. Los colocaba en un plato blanco y los guardaba en la nevera, cubiertos por un paño de algodón. Horas después, los sacaba fríos, con gotas de agua resbalando sobre la pulpa.


Esa textura —granulada, dulce, con un punto áspero— se me quedaba en la boca como si fuera un sabor aprendido en otro idioma. Comerlos era como regresar, aunque no supieras del todo a dónde.


El patio no era nostalgia. Era algo más turbio, más profundo. Me devolvía fragmentos de cosas que creía perdidas: una sombra que pasaba detrás de un postigo, el sonido hueco de un cubo metálico llenándose de agua, el roce de una mano contra mi hombro. Cada gota que caía parecía arrastrar una imagen, como si en su interior llevara un recuerdo prestado.


Con el tiempo, comprendí que aquel lugar tenía sus propias reglas.

No se podía entrar con prisa.

No había que cruzar el portón con pensamientos urgentes.

Y, sobre todo, había que escuchar antes de mirar.

El agua hablaba primero.


Algunas veces contaba historias: un niño que jugaba con un trompo bajo el alero, una mujer que cantaba mientras colgaba ropa mojada, un perro que dormía en un rincón y abría un ojo cada vez que pasabas. Otras veces, solo caía. Sin narrar nada.


Una tarde de otoño, el agua caía con más fuerza de lo habitual. El suelo estaba cubierto de charcos grandes, espejos imperfectos que deformaban el cielo. En uno de ellos vi un rostro. No era el mío, aunque se parecía demasiado. Tenía los ojos más hundidos, la piel más pálida, como si hubiera esperado demasiado tiempo allí.


No me habló, pero su expresión fue suficiente: una mezcla de advertencia y llamada. Sentí un escalofrío. El patio, hasta entonces un lugar de recogimiento, se había convertido en un umbral.


Volví muchas veces después de aquello, pero con más cuidado. No todos los días, para no agotar su paciencia. Me sentaba en el banco de piedra y me dejaba mojar las manos, escuchando el agua hasta que mis pensamientos se amansaban.


A veces, el reflejo en los charcos volvía a aparecer, más claro, como si se acercara. Yo, sin moverme, le devolvía la mirada. Entre nosotros no había miedo, solo la certeza de que algún día ese reflejo y yo seríamos el mismo.


Con los meses, empecé a reconocer el patio en otros lugares. Caminando por calles secas, escuchaba el goteo detrás de alguna tapia. En medio de una plaza polvorienta, me llegaba el olor a tierra mojada. En la cocina de casa, al abrir la nevera y ver un plato de tunos fríos, el recuerdo me golpeaba con la misma fuerza que la primera vez que lo probé.


Comprendí entonces que el patio ya no estaba solo allí: estaba conmigo. Me había seguido, o tal vez yo me lo había llevado sin darme cuenta.


No he vuelto físicamente desde hace tiempo. No porque lo haya olvidado, sino porque sé que los lugares así no desaparecen. Siguen existiendo en un plano donde el tiempo no manda. Cuando me asome de nuevo por su portón, no tendré que explicar quién soy.


El agua me reconocerá.


Y aunque fuera no llueva nunca, dentro siempre habrá un cielo a punto de romperse.

🥈

El Patio Donde Siempre Llueve

Nahiara Gutierrez Melo
CategoríaNarrativa
Edición2025