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Lo Confundiste Todo

Senda Gutierrez Soler

No te mereces que te escriba esta carta.

Pero aquí estoy.


Porque el cuerpo me quema por dentro y, si no te escribo, se me estancan las palabras y el dolor.

Quizás escribirte es mi manera de perdonarte o quizás tampoco merezcas mi perdón.

Pero esta carta también me la escribo a mí.

Para la que fui.

Para la que está aquí temblando.

Y para quien me lea, por si alguna vez sintió lo mismo.


Dicen que cuando uno tiene miedo de lo que escribe es porque salió del corazón.

Porque duele.

Porque al escribirlo, te expones.

Te desnudas.

Te sientes vulnerable.


Y sí, me da miedo.

Pero me daba aún más miedo pensar que algún día me ibas a encontrar.

Y mírame: aquí sigo.


Escribirte esto es como abrir una herida que no sabía que seguía sangrando.

Volver al pasado y recordar el miedo.

Retomar una historia que aún no he sanado, pero por eso la escribo, por si algún día deja de doler.


Hay cosas que nadie ve.

Un día cualquiera le cuentas esta historia a tu amiga y, con los ojos llenos de culpa, te pide perdón por no haberse dado cuenta.


Qué horrible es ver cómo alguien que siempre ha creído que eres la persona más feliz que conoce se decepciona al pensar que, durante estos últimos años, estabas fingiendo serlo.


Un día dejas de salir a la calle sola porque es como si alguien te estuviera observando.

Dejas de sonreír a los desconocidos por si acaso se equivocan.

Y empiezas a cambiar.

No sabes muy bien cuándo y tampoco cómo pararlo.

Solo sabes que ya no eres la misma de antes.


Era diciembre y llovía muy fuerte en Irlanda, como casi todos los días del año.


Se escuchaba un bossa nova muy bonito en portugués que se mezclaba con el sonido de la lluvia en los cristales.

El olor a café recién hecho envolvía la cafetería y la terraza estaba casi vacía.


Yo llevaba el delantal empapado, tenía las manos frías y la cabeza en cualquier lado menos ahí.


Estaba limpiando la primera mesa de la entrada cuando te vi por primera vez.

Me miraste y se me encogió el estómago, como si mi cuerpo me estuviera avisando del peligro.


Me pediste un café y te sentaste en la mesa que limpié, frente a la barra.

Estabas apenas a unos metros de mí.


Me miraste y te sonreí.

Pero no lo hice para enamorarte.

Fui amable porque así me enseñaron, porque es parte de mi trabajo, por educación.


Pero tú lo confundiste todo.


Pasaron los días y empezaste a seguirme en Instagram.

Seguro que me buscaste entre los seguidores de la cafetería.

Te seguí de vuelta como hago con cualquier cliente.


Te dejé mi email porque “tenías algo muy importante que enviarnos” y querías que lo viera yo primero.

Era un diseño que habías hecho para la cafetería.

Te dije que era muy bonito, sí, pero no lo hice porque me gustabas.


Lo hice porque soy una persona agradecida.

Lo hice por educación.

Porque me cuesta decir que no.


Pero tú lo confundiste todo.


Empezaste a aparecer en los lugares que compartía en Instagram, haciéndome creer que aquel encuentro era pura casualidad.

Y obviamente te creía.

La ciudad es muy pequeña y era “demasiado exagerado” desconfiar de ti.


Fuiste tan poquito a poco que, cuando me quise dar cuenta, ya era demasiado tarde.


Lo presentí el día que me fui de Irlanda.

Ya era marzo y, después de tres años en aquella ciudad, decidí volver a Fuerteventura y dejar Irlanda para siempre.


Apenas habían pasado tres días cuando recibí aquel mensaje en Instagram:

“Hace días que no te veo, ¿sigues por aquí?”


Me costó varios días responderte.

Una parte de mí no quería hablar contigo.

Algo me decía que no eras de fiar.


Pero siempre sale ganando esa estúpida parte de mí que no quiere hacer sentir mal a nadie.

La que responde por pena, por educación o por no parecer borde.


Así que lo hice.

Sí, te contesté.

Tarde, con distancia y con las palabras bien medidas:

“No, ya no estoy en Irlanda”.


Y no lo hice porque estuviera enamorada de ti.


Pero tú, Meodrag, tú lo confundiste todo.


Meodrag.


Por fin puedo escribir tu nombre.

Lo escribo sin miedo y sin pudor.

Pero lo repugno.


Me escribías mensajes asquerosos.

Comentarios sobre mi cuerpo y sobre mí.

Y te bloqueé.


No porque quisiera llamar tu atención ni porque quisiera que me siguieras buscando.

Te bloqueé porque me dabas miedo.

Porque me dabas asco.

Porque necesitaba alejarte de cualquier manera.


Y antes de hacerlo, te pedí que pararas.

Te lo pedí por favor.


Porque todavía una parte de mí pensaba que lo entenderías.

Que si te hablaba con amabilidad, recapacitarías.

Que si te explicaba que tu comportamiento me hacía daño, pararías.


Pero no lo hiciste.


Porque tú, Meodrag, confundiste incluso eso.


Te creaste varios perfiles nuevos para escribirme, pero en ninguno te respondí.

Te bloqueé en todas y cada una de las cuentas hasta que paraste.


Por unos días pensé que todo había acabado.

Pero me di cuenta de que, durante esos días, me habías enviado emails.


Emails románticos, guarros, con canciones, poemas, fotos…

Una colección caótica de mierda absoluta que yo no te pedí.


Tenía miedo, pero no quería parecer exagerada.

¿Y si la culpa era mía?

¿Y si fui demasiado simpática?

¿Y si…?


Te bloqueé también en email.


Era noviembre y se acercaba mi cumpleaños.

Ya llevaba dos meses en Portugal y mi hermana fue a visitarme para celebrarlo juntas.


Yo trabajaba en el hostal donde se quedó mi hermana.


Estaba tan emocionada de verla que me había olvidado de ti por un tiempo.


Ya no había emails ni mensajes por Instagram.

Todo estaba bien.

Todo parecía volver a la normalidad.


Pero en realidad, tú nunca te fuiste.


El hostal estaba en el tercer piso de un edificio de Oporto.

Aunque tú eso lo recuerdas muy bien.


Nos montamos en aquel ascensor viejo con olor a humedad y bajamos a la puerta de salida.

Ahí estabas.


Me llevé la mano al pecho.

Y me viste la cara.

Me viste, joder.

Viste mi miedo.


Y aun así me sonreíste y te emocionaste al verme.


Me invadió el pánico.

Todavía recuerdo cómo me mirabas por encima de las gafas mientras sujetabas una maleta de ruedas azul.


No sé de dónde me salió la voz, pero te grité que te fueras.

Mi garganta tembló al hacerlo y me costaba respirar.


Solo fuiste capaz de decir:

“Lo siento”.


¿De verdad?

¿Viniste a Oporto desde Irlanda y lo único que me dices es que lo sientes?

¿Por qué lo sentías exactamente, Meodrag?


Nunca dejaste de buscarme, incluso cuando yo creía que todo estaba bien.

¿Cómo supiste que estaba en Oporto?

Tengo la cuenta privada, joder.

Es imposible que lo supieras.


Mi hermana no entendía nada.

Me miraba y lloraba nerviosa.


Ella no sabía quién eras ni por qué yo estaba tan asustada.

Pero lloró al verme en aquel ataque de ansiedad.


Nos sentamos en una cafetería.

Dentro.

Por si nos estabas observando desde algún lugar.


Y ahí se lo conté todo.


Mi hermana tenía miedo.

De hecho, parecía que incluso más que yo.


“Denúnciale ya”, me dijo.


Pero es tan difícil dar ese paso.

Porque en el fondo —y aunque me cueste muchísimo decir esto en alto— me dabas pena.


Solo quería que lo olvidara.

Que hiciera como que esto nunca había pasado.


Pero ya era demasiado tarde.


Se vio en la obligación de contárselo a mi madre.

No podía cargar con ese peso ella sola.


Le pedí que, por favor, no le contara nada porque no quería preocuparla.

Pero la entiendo.

Porque si hubiese sido al revés, yo habría hecho lo mismo.


Fue ese día cuando me di cuenta de que no estaba sola.

Y que tampoco estaba exagerando.


Aunque me costó muchísimo aceptar y entender lo que estabas haciendo.

En ese momento no fui capaz de ponerle nombre.


Cuando llegué al hostal entré en mi email, fui a la carpeta de spam y descubrí que al bloquear a alguien no le bloqueas del todo.

Esa persona puede seguir enviándote emails.


Tenía cientos de emails tuyos.

Algunos más guarros que otros.

Detestables y asquerosos.


¿En qué momento se te ocurre decirme esas barbaridades?


Pero esos no fueron los que llamaron mi atención.

Fue aquel email en el que me decías textualmente que estabas en un avión con dirección a Lanzarote y que ibas a buscarme.


Me enviaste la dirección de un apartamento, fotos del lugar y un mensaje:

“Te espero aquí, qué ganas tengo de verte, de saltar contigo en la cama. Te echo de menos”.


El siguiente email era aún peor.

Me decías que habías visto un storie en mi Instagram de un hostal en Oporto y que estuviera tranquila, porque ibas a ir a buscarme.


Lo más probable es que me siguieras desde hace mucho tiempo desde otra cuenta.

Porque no habría otra manera lógica de saber lo que subo.


Me narraste todos y cada uno de tus pasos aun sin obtener ninguna respuesta.


Me escribiste todos los días, a todas horas.

Lo que hacías, lo que me echabas de menos, lo mucho que necesitabas verme.


Me describiste cómo llegaste al hostal y ahí entendí que tenerte bloqueado no servía de nada.

Porque si leía tus correos, al menos no me pillarías por sorpresa.


No voy a hablarte de los cientos de correos que me enviaste.

Tampoco del día en que me compartiste una foto tuya en Gran Canaria.

Te quedaste varias semanas en esa isla buscándome…


Ni de cuando me dijiste que, desde que tuvieras la oportunidad, le pedirías perdón a mi hermana en persona por no presentarte aquel día en el hostal.


Tampoco de los vídeos pornográficos para explicarme lo que querías hacerme.

Ni de los mensajes alabando mi cuerpo como si fuera un trofeo.


Podría contarte todas las cosas que me mandaste.

Podría hablar de cada email, cada imagen, cada palabra tuya que me hizo sentir sucia, expuesta y vigilada.


Pero sería infinito y agotador.


No necesito enumerarlo todo para que entiendas el daño que me hiciste.


El daño estaba en cada rincón.

En cada silencio.

En cada email que no me enviabas tú, pero que igual me atormentaba.


En el dolor de estómago al ver una notificación.

En la presión constante.

En la insistencia.


En esa estúpida historia que te inventaste.

Un relato que solo existía en tu cabeza, pero que para mí era una verdadera película de terror.


No sé cuántas veces me tragué las palabras y no lo conté porque quizás no era para tanto.


Pero sí sé cuánto me costó recuperar mi esencia.

Cuánto me costó entender que lo que viví no fue culpa mía.


Que fuiste tú, durante tres años, repitiendo el mismo patrón hasta romperme.


Así que no.

No voy a hablar de todas tus palabras.


Voy a escribirte las mías.


Era octubre y, aunque todavía seguías en mi vida, ya no eras tan insistente como en los últimos años.

Algunos días ni siquiera me escribías.


Pero yo esperaba.


Todos los días te esperaba.


Me acostumbré a vivir con esa ansiedad clavada en el pecho.

A vivir con miedo y con la necesidad de seguir leyéndote.


Era como una adicción al dolor.

Una tortura que no podía soltar porque, por retorcido que suene, necesitaba saber que seguías ahí.


Pero un día, sin esperarlo, me enviaste el email que lo cambió todo.


Un billete de avión con destino Fuerteventura.


Ya habías probado en dos islas y no tuviste resultado.

Imagino que, después de mucha búsqueda, conseguiste descubrir el lugar de donde soy.


No sé si preguntaste.

No sé si lo encontraste por internet.


Lo que sé es que sentí tanto miedo que decidí denunciarte.


Ese día yo me encontraba en Madrid.

Me armé de valor, escribí un archivo contando cronológicamente todo lo que había pasado y fui a la policía.


Era una mujer y, cuando vi su reacción, me di cuenta de que no estaba exagerando.

De que tú estabas verdaderamente obsesionado.


“Tranquila, hablaremos con la policía de Fuerteventura y estarán en el control esperándole. No va a entrar a la isla.”


La ansiedad se apoderó tanto de mí que terminé en el hospital.

Necesitaba calmar un cuerpo que ya no respondía.


Silenciar el miedo.


Pero nada me calmaba del todo.


Era casi la hora de tu llegada a Fuerteventura.

Estaba ansiosa porque llegara el momento en que me llamaran para decirme que ya te habían detenido.


Pero, para mi sorpresa, el mensaje fue tuyo.


Una foto en la parada de guaguas del aeropuerto con un mensaje que me hizo temblar:

“Ya estoy aquí para encontrarte”.


Pasaron casi dos semanas y yo seguía en Madrid.

Pero no podía seguir alargando la vuelta a casa, así que me compré el vuelo.


Esa misma noche me llegó aquel email.

El que realmente terminó con todo.


“¿Es esta tu casa?”

Junto a una foto.


Y sí, sí que lo era.


Esa noche dormiste en el parque de al lado.


Ya no solo tenía miedo por mí.

También por mi madre, que estaba sola en casa.


La noche que llegué fueron tres personas a buscarme al aeropuerto.

Porque no era yo la única que tenía miedo.


Antes de salir del coche, mi padre miró a su alrededor mientras mi madre abría la puerta de casa.

Y salí corriendo hacia dentro.


Me daba pavor pensar que me estarías observando desde aquella esquina.


Y yo, esa noche, apenas dormí.


Te sentía muy cerca.

Te imaginaba entrando por la puerta de mi casa.


Una pesadilla dentro de la pesadilla.


A la mañana siguiente, con el estómago cerrado y muchísimo miedo, mi madre me llevó a comisaría.


En cuestión de minutos ya estaban buscándote.

No eres tan difícil de encontrar si me envías constantemente lo que haces.


Los policías dicen que te resististe y que todo el tiempo repetías que tú no habías hecho nada.


Qué curioso, ¿verdad?


En tu cabeza, tú no habías hecho nada.

Y en la mía, lo habías jodido absolutamente todo.


Después de aquel juicio y tras la orden de alejamiento, no volviste a escribirme nunca más.


Aunque todavía no estoy segura de si sigues observándome.


Durante mucho tiempo me referí a ti como “el chico de los emails”.

Pero ahora sí me atrevo a decir, sin miedo y sin tartamudear, que tú, Meodrag, eras mi puto acosador.


No lo entendí en su momento.

Me costó tiempo, miedo y lágrimas reconocerlo.


Me costó deshacerme de la culpa, de la pena, de ese “quizás fui demasiado simpática”.


Me hiciste cuestionar mi propia historia.

Me hiciste temer salir sola.

Me hiciste sentir culpable por decir que no.


Me hiciste incluso necesitarte, por mucho que me haya costado admitir esto.


Por eso te escribo esta carta.

No porque la merezcas tú.

Sino porque la merezco yo.


Merezco vaciar el dolor que me dejaste.

Volver a mirar a los ojos sin miedo.

Recuperar mi voz, mi espacio, mi sonrisa.


Y si alguna vez alguien lee esto y se ha sentido como yo, o ha dudado de sí misma, o ha callado por miedo…

Porque “no es para tanto”.

Porque “a otras mujeres les han hecho más daño”…


Que sepa que no está sola.

Que no se lo imaginó.

Que tiene derecho a contar su historia.


Aunque tiemble.

Aunque la tachen de exagerada.

Y aunque duela.

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Lo Confundiste Todo

Senda Gutierrez Soler
CategoríaNarrativa
Edición2025